el edificio favorito de… Nicolás Maruri

Felicitación de Navidad del Colegio Maravillas (1970).

Fui alumno del colegio Maravillas desde el año 1967 y crecí saltando y corriendo en su gimnasio. Propongo hacer un rápido repaso por varias escenas de aquella visión juvenil que permanecen en mi recuerdo:

Lo primero que se apreciaba al acercarse al colegio por la calle Guadalquivir era un enorme bloque alargado y regular, de grandes ventanales, que contenía alrededor de 50 aulas. En el centro del aulario, se sitúa la entrada noble al colegio y, sobre ella, acometía la nave de la capilla, un espacio de grandes dimensiones, que dividía el solar del colegio en dos amplios patios de juego, patios que se llenaban de niños jugando y gritando.

El gimnasio se encontraba debajo del patio de los “mayores” y, al contrario que los edificios sobre el nivel de la calle Guadalquivir, era difícil comprender cómo se acomodaba este organismo enterrado dentro del cuerpo del colegio.  El techo del gimnasio formaba una plataforma amplia y abierta, desde la que se ofrecía una vista extensa sobre las cubiertas de los edificios del entorno, el barrio de el Viso. Vista tamizada por una malla de acero, ligera y alta, que impedía que los balones se perdieran y que, a su vez, estaba protegida mediante una traviesa horizontal de madera de los golpes de los chavales. Jugar sobre la plataforma, donde batía libremente el viento, era como correr al borde del mar urbano y parecía que, en cualquier momento, podríamos salir volar sobre las cubiertas de los edificios vecinos.

Entre el gimnasio y el edificio antiguo, en su cara corta, había una fractura profunda y alargada, un pozo de ventilación de tres plantas cubierta por una trama metálica, que provocaba tal vértigo al caminar sobre ella, que muchos niños evitaban esta parte del patio.

La entrada al gimnasio se producía por una escalera estrecha y empinada, que estaba cubierta con una losa de hormigón, era como una boca que se tragaba a los chavales y que se cerraba mediante una empalizada de tubos que hacía de cancela. Era una entrada inesperada, pequeña, que de ningún modo hacía presagiar lo que aguardaba en su interior.

La escalera era el inicio de un recorrido irregular donde el primer descansillo permitía acceder a las aulas de los estudiantes del último curso. Este nivel se mostraba con techos bajos y espacios oscuros, las claraboyas de pavés que debían aportar algo de luz estaban cegadas. Las aulas disponían de unas ventanas longitudinales en las paredes que daban a los pasillos, que ampliaban el horizonte y permitían una extraña superposición de espacios que llagaba hasta los ventanales que ofrecían luz al gimnasio. Se veía a los profesores gesticular solos en un baile extraño, los alumnos, sentados en sus mesas, quedaban ocultos debajo de las ventanas.

El suelo de la escalera era de un material continuo, oscuro y muy resbaladizo, los peldaños eran cortos y nos permitía “esquiar” sobre ellos, bajábamos la escalera tocando solo la esquina de la huella y la tabica, era un deporte arriesgado pero las paredes, cubiertas con una cinta como de espagueti rígido, servían de amortiguador cuando se perdía el control en el deslizamiento.

En el segundo giro de la escalera aparecía ya el gran vacío, esta vista, diagonal y alta, era la primera oportunidad para ver qué actividad había en el suelo del gimnasio. Desde aquí se podía acceder ya a la grada, empinada y estrecha, con un peto alto de madera y una bajada en zigzag, en la grada se quedaban los que conseguían esquivar la clase de educación física. Los chicos descendían, hasta los vestuarios, que estaban debajo del suelo de madera del gimnasio. La primera cancha de baloncesto con suelo de parquet de la ciudad, donde decían que había entrenado el Real Madrid.

Los chavales salían rápidamente al sonido del silbato del profesor a formar una gran cuadricula, gimnastas con uniforme blanco, unos ochenta, que se movían al unísono y, al saltar a la vez, provocaban un estruendo que se oía en todos los recintos del edificio.  La gran panza sostenida sobre ligeras patas de acero se extendía sobre ellos, como si estuviera vencida por el peso, por uno de sus lados, la luz del ventanal inclinado, inundaba el espacio.

Era un espacio irregular, con tres caras ortogonales: la cara de la grada, una estructura de bandas de madera marrón; la cara de las aulas detrás de una gran red protectora y la cara de la fachada de ladrillo a Joaquín Costa, en esta última estaban las espalderas y desde ella se filtraba el ruido de la calle a través de las ventilaciones. La cuarta cara rompía la geometría y adoptaba la posición de cierre del solar con un muro blanco que parecía estar esperando algún remate.

En algunas clases de gimnasia debíamos trepar por un mástil de madera, colgado en la parte cercana al ventanal. Aquello era una oportunidad, si conseguías llegar arriba, para tocar el techo y asomarse al exterior.

La salida a Joaquín Costa, una calle amplia y ruidosa, se producía a través de una puerta bajita y ancha que daba a un pequeño zaguán hundido respecto a la acera de la calle, protegido por barrotes de acero. El muro exterior de ladrillo era de una textura rugosa y desagradable que se transformaba según ascendía la pared. Aquél altísimo muro se remataba con unas cajas metálicas en equilibrio que resultaban difíciles de identificar desde el mundo interior de las aulas.

El gimnasio era un espacio enorme, habitado por la panza de una gran ballena escondida, sobre la cual, los chavales, jugaban al borde de un mar urbano.

Texto e imagen Nicolás Maruri (2020).

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