Al ser humano siempre le ha fascinado observar el horizonte. El horizonte como línea de incertidumbre donde todo puede ocurrir, final y principio de algo al mismo tiempo. Misterio inalcanzable durante muchos siglos, y objeto de conquista durante otros tantos.
Ahora, esa fina línea ya no solo es donde se unen cielo y tierra, si no que el hombre ha insertado entre ambos, la expresión plástica de su propia condición: la arquitectura.
De ahí que esta, que a veces se expresa en esa condición limítrofe, tenga que ser sensible a ese binomio que la sostiene por un lado y la eleva por el opuesto.
Como creadora de horizontes, la arquitectura tiene la responsabilidad de materializarse como parte de esta incertidumbre, no ser definitiva, no ser finita, si no ser una arquitectura del punto y seguido, en la que la siguiente intervención, proponga una continuación de la historia que venimos contando desde hace siglos.
Así cuidando su contacto con la tierra, su línea de nuevo horizonte hacia el cielo, y su carácter de pasaje de una historia inacabada, el objeto se acomoda sin ortopedias a su nuevo asentamiento, con la naturalidad de un objeto que brota, en vez de insertarse en el territorio. Una arquitectura de horizontes infinitos.